Café manchado (con un poco de leche para dar color) que no sólo no quita el sueño sino que lo enturbia trayendo al recuerdo los monstruos que nos persiguen (como a Goya),
Las lañas, LAS LAÑAS (las has olvidado), cicatrices que nos gusta enseñar y subrayar cuando tenemos mono de melancolía.
El contacto de una taza de café con leche humeante, que cubre los labios de la espuma como queriendo mitigar el dolor y empaña las gafas de lejos para mitigar de nuevo el dolor del pasado.
Tazas que siempre estuvieron ahí y en las que nunca reparamos, por típicas, por prejuicios, porque sí.
Tazas que disfrutan por ser distintas (cuando tendrían que ir a juego con el resto) y que encajan perfectamente en la mesa por el simple hecho de que esta es imperfecta (buscando la perfección, a veces nos quedamos fuera del juego).
Tazas que nacieron para ser expuestas.
Tazas que se rompen por no prestarlas nada de atención y tazas que siguen ahí aunque uno las desprecie.
Tazas cuyos posos, de tan evidentes, aburren. Un futuro tan cierto y tan previsible que desespera.
Tazas con los labios bien marcados, señal de besos negados, y que lo evidencian de un modo sorprendente como el olor que perdimos cuando lo volvemos a encontrar en otra mujer.
Tazas tan intocables que permanecen así, intocadas.
Y tazas que, de tanto usarlas para lo mismo, un día tras otro, sin cuidarlas, acaban perdiendo el color y adquiriendo el blanco y negro que subraya la rutina.
- No me jodas que no has entendido nada...