viernes, 29 de mayo de 2009

Aquí tenéis cien tazas

Café manchado (con un poco de leche para dar color) que no sólo no quita el sueño sino que lo enturbia trayendo al recuerdo los monstruos que nos persiguen (como a Goya),

Las lañas, LAS LAÑAS (las has olvidado), cicatrices que nos gusta enseñar y subrayar cuando tenemos mono de melancolía.

El contacto de una taza de café con leche humeante, que cubre los labios de la espuma como queriendo mitigar el dolor y empaña las gafas de lejos para mitigar de nuevo el dolor del pasado.

Tazas que siempre estuvieron ahí y en las que nunca reparamos, por típicas, por prejuicios, porque sí.

Tazas que disfrutan por ser distintas (cuando tendrían que ir a juego con el resto) y que encajan perfectamente en la mesa por el simple hecho de que esta es imperfecta (buscando la perfección, a veces nos quedamos fuera del juego).

Tazas que nacieron para ser expuestas.

Tazas que se rompen por no prestarlas nada de atención y tazas que siguen ahí aunque uno las desprecie.

Tazas cuyos posos, de tan evidentes, aburren. Un futuro tan cierto y tan previsible que desespera.

Tazas con los labios bien marcados, señal de besos negados, y que lo evidencian de un modo sorprendente como el olor que perdimos cuando lo volvemos a encontrar en otra mujer.

Tazas tan intocables que permanecen así, intocadas.

Y tazas que, de tanto usarlas para lo mismo, un día tras otro, sin cuidarlas, acaban perdiendo el color y adquiriendo el blanco y negro que subraya la rutina.

- No me jodas que no has entendido nada...

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