miércoles, 9 de enero de 2008

Los vecinos del ático



Poco a poco fueron haciendo acto de presencia. El uno porque tocaba, el otro por no variar y el tercero porque sí. Cada uno ocupando su propia habitación.

Sí, era de noche, y la niebla bajaba fría y espesa, también, y el alcohol –que hacía escocer la herida-, les allanaba el camino, ¡que sí! Pero ellos iban a llegar de todas formas. Aunque no hubieran sido invitados y la puerta estuviera cerrada a cal y canto.

Y aquél día la liaron. Se pusieron de acuerdo y ni las toses, ni las llamadas conciliadoras ni los golpes de la escoba lograron la tranquilidad.

Empezaron alzando la voz, el murmullo de siempre pero más audible. Luego vinieron los gritos, los taconazos por toda la casa, las risas acompañadas. Y más tarde los chillidos, las carreras por el pasillo, las carcajadas ostentosas…
…hasta que se oyeron cristales y la bilis se derramó por el piso y los fantasmas huyeron despavoridos.



Le dejaron rodeado de colillas, y de copas medio vacías, y de codos abriéndose camino, y de humo exhalado por inercia, y de marionetas de hilos peleones, y de ruido encerrado en pentagramas, y de destellos que robaban secretos a la oscuridad.

Le dejaron con un pesado silencio.

Pero esta vez reparó en la fuerza de la mano que le sacudía, y en la intensidad de los ojos que le llamaban a gritos –¡qué ojos!-, y en la juventud de la sonrisa que le acompañaba, y en la profundidad de la voz que le recogía, y en el sol, ¡bendito sol!... Y supo, porque lo supo, que acabaría por desahuciar a los vecinos del ático.

Porque él, desde luego, no se iba a mudar de casa.

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